11.9.11

No era invierno en Nueva York.

El Sol relucía como si de una mañana de verano se tratase. Sobre los rascacielos se reflejaba el naranja del amanecer. La ciudad despertaba acompañada del frenético ruido de los coches. Por las calles, humeantes tubos naranjas compartían carretera con los taxis. La sombra del pájaro era más grande que de costumbre, realizaba un vuelo rasante, arriesgado, como nunca antes se había visto en la metrópoli. El ruido de las turbinas ensordeció por momentos la parte sur de Manhattan y la sumergió en un profundo silencio. Un avión acababa de atravesar una de las torres del World Trade Center. Las miradas de turistas y viandantes se paralizaban ante la estampa de desconcierto. Pocos minutos después la segunda torre también era atacada. La ciudad es desalojada, los puentes y túneles de acceso a la gran manzana quedan bloqueados, igual que los trabajadores de las gemelas. Las  torres se convierten en enormes chimeneas que sobresalen por encima del skyline de la ciudad. Sólo unos pocos quedan por la zona, los bomberos y policías se esfuerzan por salvar el máximo de vidas. Pero las torres deciden pasar a la historia. En un breve intervalo de tiempo las gemelas desaparecen de la ciudad y se convierten en un enorme amasijo de hierro, hormigón, papeles, y vidas. El día se estropea. Cómo si del profundo llanto de la ciudad se tratase, los árboles pierden las hojas. Las calles quedan vacías. Gritos desgarrados se escuchan desde algún lugar inconcreto. El calor se convierte en frío.
Una enorme nube de polvo entierra la ciudad, la sumerge en la tristeza, la envuelve en la desolación, y la ahoga dejándola sin vida. De entre las tinieblas, aparecen neoyorkinos aturdidos, rostros manchados de polvo y sangre que deambulan por la ciudad. Las ruinas de las torres, convertidas en esculturas del dolor, continúan ardiendo. La ciudad intenta recomponerse. Los días posteriores, una densa capa de polvo y papeles teñía de blanco Nueva York, como si de una fría y triste nevada se tratase. Hoy, diez años después, el mundo recuerda, en un silencio íntimo y profundo, aquel día de septiembre en el que la nieve cubrió las calles, cuando todavía no era invierno en Nueva York.

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